VALOR DEL MES DE FEBRERO PERDóN

Disculpar y Perdonar

Por Julio de la Cruz (UNILCA)

Si camino por la calle y de pronto tropiezo, pierdo el equilibrio e involuntariamente arrojo al suelo a una persona, lo que procede es pedir una disculpa. Si la víctima de mi accidente se da cuenta que mi acción ha sido, en efecto, involuntaria, me disculpará, es decir, reconocerá que no fui culpable. En cambio si ese mismo transeúnte, al llegar a su casa, insulta a su esposa, no basta que luego solicite ser disculpado, deberá pedir perdón, porque ha sido culpable de la ofensa cometida.

Se disculpa al inocente y se perdona al culpable. Disculpar es un acto de justicia, porque la persona que ha ofendido merece que se le reconozca que no es culpable, tiene derecho a la disculpa, mientras que el perdón trasciende la

estricta justicia, porque el culpable, no merece el perdón; si se le perdona es por un acto de amor, de misericordia.

No cabe duda que resulta más fácil disculpar que perdonar. Cuando me doy cuenta que alguien no tiene la culpa, no encuentro en mí ninguna resistencia para disculparlo, porque lo natural es reconocer su inculpabilidad. En cambio cuando, cuando descubro que el ofensor es culpable de su acción, de ordinario, surge naturalmente una acción, inspirada por el sentido de justicia, que exige que esa persona cargue con las consecuencias de su acción, que pague el daño cometido. El perdón implica ir en contra de esa primera reacción espontánea, hay que superarlo con la misericordia. Lo que, en cambio, no tiene sentido, porque se trataría de un esfuerzo estéril, es perdonar lo que merece una simple disculpa.

En la vida ordinaria es frecuente que muchas acciones aparentemente ofensivas se interpreten como agresiones culpables, cuando en realidad no lo son, porque carecen de intencionalidad. Por ejemplo en las omisiones involuntarias. Una buena dosis de reflexión, unida a la actitud de ponerse en el lugar del otro, permite comprender con objetividad tales acciones u omisiones, y descubrir que en múltiples casos sólo basta disculpar, porque la persona sólo actuó por error, por ignorancia o por simple distracción.

Otras veces ocurrirá que descubrimos circunstancias atenuantes que pueden reducir el grado de culpabilidad, como el padre de familia que llega a casa cansado, después de un día problemático en el trabajo, y reacciona con mal humor ante la música que están oyendo sus hijos; o la esposa no recibe al marido con todo el afecto que él esperaría, porque está con los nervios de punta, después que ha atendido múltiples asuntos domésticos. También puede suceder que existen circunstancias permanentes, que si se comprenden simplifican considerablemente el problema del perdón, por ejemplo los padres que reconocen las etapas que viven sus hijos y no se sorprenden por reacciones ofensivas, y no pierden el tiempo lamentándose por la ofensa del hijo y sí emplean el tiempo en formarlo.

No se trata de cerrar los ojos a la realidad, hay que distinguir con la mayor precisión lo que es disculpable y lo que si necesita ser perdonado. Debemos esforzarnos por mirar realista y objetivamente a los demás, que no consiste en juzgarlos y mirarlos como enemigos potenciales, sino en mirarlos con amor.

Misericordia y Perdón

En el antiguo testamento prevalecía la ley del Talión, inspirada en la estricta justicia. “ojo por ojo, diente por diente”. Jesucristo viene a perfeccionar la antigua ley e introduce una modificación fundamental que consiste en vincular la justicia a la misericordia, más aún en subordinar la justicia al amor, lo cual resulta tremendamente revolucionario. A partir de Jesucristo, las ofensas recibidas deberán perdonarse, porque el perdón forma parte esencial del amor. “El perdón es una feseta del amor”.

La misericordia que Jesús practica y exige a los suyos, choca, no solo, con el sentir de su época, sino con el de todos los tiempos: “han oído ustedes que se dijo: ama a tu prójimo y odia a tu enemigo. Yo, en cambio, les digo: Amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian y rueguen por los que los persiguen y calumnian” (Mt 5, 43-44). “Al que te golpee en una mejilla, preséntale la otra; al que te quite el manto, déjalo llevarse también la túnica” (Lc 6, 28-29). Estas exigencias del amor superan la natural capacidad humana, por eso Jesús invita a los suyos a una meta que no tiene límites, porque sólo desde ahí podrán lo que se les está pidiendo: “Sean misericordiosos, como su padre es misericordioso” (Lc 6, 36). Para este ideal tenemos que contar con la ayuda de Dios.

¿Qué es perdonar?

A Diferencia del resentimiento producido por ciertas ofensas, el perdón no es un sentimiento. Perdonar no equivale a dejar de sentir.

Hay quienes consideran que están incapacitados para perdonar ciertos agravios porque no pueden dejar de sentir sus efectos, no pueden dejar de experimentar la herida, ni el odio, ni el afán de venganza. La incapacidad para dejar de sentir el resentimiento, en el nivel emocional, puede ser, efectivamente insuperable, al menos a corto plazo. Sin embargo si se comprende que el perdón se sitúa en un nivel distinto al del resentimiento, esto es, en el nivel de la voluntad, se descubrirá el camino que apunta a la solución.

El empleado que ha sido despedido injustamente de la empresa, el conyugue que ha sufrido la infidelidad de su pareja, o los padres que han padecido el secuestro de un hijo, pueden decidir perdonar, a pesar del sentimiento adverso que necesariamente están experimentando, porque el perdón es un acto volitivo, es decir, de la voluntad y no un acto emocional. Entender esta diferencia entre, entre sentir una emoción y tomar una decisión, es ya un paso importante para clarificar un problema. Muchas veces en la vida tenemos que actuar en sentido inverso a la dirección que marcan nuestros sentimientos, y de hecho lo hacemos porque nuestra voluntad se sobrepone a nuestras emociones. Por ejemplo cuando sentimos desanimo por algún fracaso que hemos tenido en la realización de alguna tarea, y en lugar de abandonarla, nos sobreponemos y seguimos adelante hasta concluir; cuando alguien nos ha molestado y sentimos el impulso de agredirlo, pero decidimos controlarnos y ser pacientes; cuando experimentamos la inclinación hacia la pereza y, sin embargo, optamos por trabajar. En todos estos casos se manifiesta la capacidad de la voluntad para dominar los sentimientos. Lo mismo ocurre cuando perdonamos, a pesar de que emocionalmente nos encontremos inclinados a no hacerlo.

El perdón es un acto de voluntad porque consiste en una decisión. ¿Cuál es el contenido de esta decisión? ¿Qué es lo que decido cuando perdono? Al perdonar opto por cancelar la deuda moral que el otro ha contraído conmigo al ofenderme, y por lo tanto, lo libero en cuanto deudor. No se trata, evidentemente, de suprimir la ofensa cometida, de eliminarla y hacer como que nunca haya existido, porque carecemos de ese poder. Sólo Dios puede borrar la acción ofensiva y hacer que el ofensor vuelva la situación en que se encontraba antes de cometerla. Pero nosotros cuando perdonamos realmente, desearíamos que el otro quedara completamente eximido de la mala acción que cometió. Por eso, “perdonar implica pedir a Dios que perdone, pues sólo así la ofensa es aniquilada”.

Un palpable ejemplo de este tipo de perdón es el de Dios que siempre está dispuesto a cancelar toda deuda, a olvidar y a renovar.

Encontramos este relato en Lc 7, 36-50.

Es un relato maravilloso en todo su desarrollo. Comienza la historia con la invitación de un fariseo a comer en su casa. En la misma ciudad había una mujer pecadora pública. Al saber que Jesús estaba allí, cogió un frasco de perfume, entró en la casa, se puso a los pies de Jesús a llorar, mojando sus pies con sus lágrimas y secándoselos con sus cabellos, ungió los pies de Cristo con el perfume y los besó. El fariseo, entretanto, ponía en duda a Cristo. Pero Jesús, que leía su pensamiento, le propuso una parábola sobre un acreedor que tenía dos deudores y a ambos perdonó. Se aprovechó de aquella parábola para salir en defensa de aquella mujer comparando su actitud con la de él: la de ella llena de amor y arrepentimiento; la de él llena de soberbia y vanidad. Tras ello, hace una afirmación que parece la absolución tras una excelente confesión: “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”, dice dirigiéndose al fariseo, llamado Simón. Y a la mujer: “Tus pecados quedan perdonados. Tu fe te ha salvado. Vete en paz”. Los comensales volvieron a juzgar a Jesús: “Quién es éste que hasta perdona los pecados?”.

Siempre que se mete uno a fondo en la propia vida y comprueba lo lejos de Dios que se encuentra y ve cómo el pecado grave o menos grave nos domina, se puede sentir la tentación del desaliento y de la desesperación. Del desaliento en cuanto a sentirse uno incapaz de superar las propias limitaciones. De desesperación en cuanto a pensar que no se es digno del perdón misericordioso de Dios. En estos momentos de los ejercicios, tras haber reflexionado sobre el pecado, podemos sentirnos desalentados o desesperados. Por ello, es muy importante sin frivolidad y sin infantilismos, porque a veces se toma a Dios así, echarnos en brazos de la misericordia divina.

Dios siempre está dispuesto a perdonar, a olvidar, a renovar. Ahí tenemos la parábola del hijo pródigo en la que un padre espera con ansia la vuelta de su hijo que se ha ido voluntariamente de su casa. Dios siempre nos espera; siempre aguarda nuestro retorno; nada es demasiado grande para su misericordia. Nunca debemos permitir que la desconfianza en Dios tome prisionero nuestro corazón, pues entonces habríamos matado en nosotros toda esperanza de conversión y de salvación. La misericordia del Señor es eterna. En el libro del Profeta Oseas leemos frases que nos descubren esa ternura de Dios hacia nosotros: “Cuando Israel era niño, yo le amé... Cuanto más los llamaba, más se alejaban de mí... Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor, y era para ellos como los que alzan a un niño contra su mejilla...” (11, 1-4).

Frecuentemente una de las acciones más específicas del demonio es desalentarnos y desesperarnos. “Ya no tienes remedio. Ya es demasiado lo que has hecho”. Y muchos de nosotros nos dejamos llevar por esos sentimientos que nos quitan no sólo la paz, sino la fuerza para luchar por ser mejores. Dios, en cambio, siempre nos espera, porque nos ama, porque no se resigna a perder lo que su Amor ha creado. “Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión” (Os 2,21). Qué nunca el temor al perdón de Dios nos aparte de volver a Él una y otra vez! Hasta el último día de nuestra vida nos estará esperando.

La misericordia de Dios, sin embargo, no se puede tomar a broma. Ella nace en el conocimiento que Dios tiene de nuestra fragilidad, de nuestra pequeñez, de nuestra condición humana, y, sobre todo, del amor que nos profesa, pues “Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad”. La misericordia divina no puede, en cambio, ser el tópico al que recurrimos frecuentemente para justificar sin más una conducta poco acorde con nuestra realidad de cristianos y de seres humanos, o para permitirnos atentar contra la paciencia divina por medio de nuestra presunción.

A espaldas de la pecadora sólo hay una realidad: el pecado. En su horizonte sólo una promesa: la tristeza, la desesperación, el vacío. Pero en su presente se hace realidad Cristo, el rostro humano de Dios. Ella nos va enseñar cómo actúa Dios cuando el ser humano se le presta.

La mujer reconoce ante todo que es una pecadora. Esas lágrimas que derrama son realmente sinceras y demuestran todo el dolor que aquella mujer experimentaba tras una vida de pecado, alejada de Dios, vacía. Hay lágrimas físicas y también morales. Todas valen para reconocer que nos duele ofender a Dios, vivir alejados de Él. A ella no le importaba el comentario de los demás. Quería resarcir su vida, y había encontrado en aquel hombre la posibilidad de la vuelta a un Dios de amor, de perdón, de misericordia. Por eso está ahí, haciendo lo más difícil: reconocerse infeliz y necesitada de perdón.

Cristo, que lee el pensamiento, como lo demostró al hablar con Simón el fariseo, toca en el corazón de aquella mujer todo el dolor de sus pecados por un lado, y todo el amor que quiere salir de ella, por otro. Todo está así preparado para el re-encuentro con Dios. Se pone decididamente de su parte. Reconoce que ella ha pecado mucho (debía quinientos denarios). Pero también afirma que el amor es mucho mayor el mismo pecado. “Le quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha mostrado mucho amor”. Se realiza así aquella promesa divina: “Dónde abundó el pecado, sobreabundó la misericordia”. El corazón de aquella mujer queda trasformado por el amor de Dios. Es una criatura nueva, salvada, limpia, pura.

La misericordia divina le impone un camino: “Vete en paz”. Es algo así como: “Abandona ese camino de desesperación, de tristeza, de sufrimiento”. Coge ese otro derrotero de la alegría, de la ilusión, de la paz que sólo encontrarás en la casa de tu Padre Dios. No sabemos nada de esta pecadora anónima. No sabemos si siguió a Cristo dentro del grupo de las mujeres o qué fue de ella. Pero estamos seguros de que a partir de aquel día su vida cambio definitivamente. También a ella la salvó aquella misericordia que salvó a la adúltera, a Pedro, a Zaqueo, y a tantos más.

En nuestra vida de cristianos, y muy especialmente en la vida de la mujer, tan sensible a la falta de amor, tan proclive al desaliento, tan inclinada a sufrir la ingratitud de los demás, es muy fácil comprender lo que le dolemos a Dios cuando nos apartamos de su amor y de su bondad. Por ello, abrámonos a la Misericordia divina para reforzar nuestra decisión de nunca pecar, de nunca abandonar la casa del Padre, de nunca intentar probar ese camino de tristeza y de dolor que es el pecado.

La constatación de nuestras miserias, a veces reiteradas, nunca deben convertirse en desconfianza hacia Dios. Más aún, nuestras miserias deben convencernos de que la victoria sobre las mismas no es obra fundamentalmente nuestra sino de la gracia divina. Sólo no podemos. Es a Dios a quien debemos pedirle que nos salve, que nos cure, que nos redima. Si Dios no hace crecer la planta es inútil todo esfuerzo humano. Somos hijos del pecado desde nuestra juventud. Sólo Dios pude salvarnos.

Junto a esta esperanza de salvación de parte de Dios, la Misericordia divina exige nuestro esfuerzo para no ser fáciles en este alejarnos con frecuencia de la casa del Padre. Hay que luchar incansablemente para vivir siempre ahí, para estar siempre con Él, para defender por todos los medios la amistad con Dios. El pecado habitual o el vivir habitualmente en pecado no puede ser algo normal en nosotros, y menos el pensar que al fin y al cabo como Dios es tan bueno... Estaremos siempre en condiciones o en posibilidades de invocar el perdón y la misericordia divina?

No olvidemos que como la pecadora siempre tenemos la gran baza y ayuda de la confesión. Ella hizo una confesión pública de sus pecados, manifestó su profundo arrepentimiento, demostró su propósito de enmienda. Al final Cristo la absolvió. La confesión es fundamental para el perdón de los pecados. Más aún, es necesaria la confesión frecuente, humilde, confiada. Como otras muchas cosas, sólo a Dios se le ha podido ocurrir este sacramento de la misericordia y del perdón. No acercarse a la confesión con frecuencia es una temeridad. Tenemos demasiado fácil el regreso a Dios.

A continuación te ofrecemos un cuestionario que te ayudará a examinar tu propia vida, tus principios, tus criterios conforme al criterio del evangelio.

¿Soy caritativo en mis pensamientos hacia los demás? ¿Se disculpar los fallos y errores? ¿o me he formado ya la costumbre de mirar todo con ojos justicieros e interpretar su forma de actuar?

¿He desechado ya de mi vida todo rencor? ¿Toda envidia? ¿Celos? ¿Deseo de venganza? ¿Habita en mí el perdón y la misericordia?

¿Oro por los demás especialmente aquellos que me han hecho del mal? ¿Cuándo perdono verdaderamente cancelo la deuda que la otra persona ha contraído hacia mi independientemente si me pide o no este perdón?

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